El elefante y la alondra eran amigos. La alondra le señalaba al elefante los rincones mas sombreados de la selva, y el elefante protegía con su presencia nocturna el nido de la alondra de serpientes voraces y ardillas rapaces.
Un día el elefante le dijo a la alondra que le tenía envidia por poder volar.
¡Cuanto le gustaría remontarse por los aires, ver la tierra desde las alturas, llegar a cualquier sitio en cualquier momento! Pero con su peso... ¡era imposible!
La alondra le dijo que era muy fácil. Se quitó con el pico una pluma de la cola y le dijo:
- Aprieta fuerte esta pluma en la boca, y agita rápidamente las orejas arriba y abajo.
El elefante hizo lo que la alondra le había dicho. Apretó con fuerza la pluma en la boca para que no se le fuese y comenzó a agitar sus grandes orejas arriba y abajo con toda su energía. Poco a poco noto que se levantaba, despegaba, se sostenía en el aire y podía ir donde quisiese por los aires con toda facilidad. Vio la tierra desde las alturas, vio los animales y los hombres, cruzo por lo alto el río profundo que había marcado el límite de su territorio, exploro paisajes desconocidos, y volvió al fin, feliz y contento a aterrizar al sitio donde había dejado a la alondra.
- No sabes cuanto te agradezco esta pluma milagrosa - le dijo.
Y se la guardó cuidadosamente detrás de la oreja para volver a usarla en cuanto quisiera volar otra vez.
La alondra le contestó:
- Oh, esa pluma. La verdad es que no vale nada. Se me iba a caer de todos modos, y era inútil. Pero tenía que darte algo para que creyeras, y se me ocurrió eso. Lo que te hizo volar fue lo bien que agitaste las orejas y las ganas que pusiste en tu empeño.
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