viernes, 18 de enero de 2008

El batracio

Yo fui un niño bien feo. Era tan espantoso que todos los niños se negaban rotundamente a estar conmigo. Mucho menos ser mis amigos. Ni siquiera me hablaban y si lo hacían era para insultarme con improperios sacados de diccionarios callejeros. Hasta las cuatro hermosas hijas de doña Oliva que eran tan educaditas y de quienes estaba enamorado. A ellas también les alcancé a oír el comentario de que un sapo era más lindo.
Ese día sentí que una flecha atravesó mi corazón. Quise verme en un espejo pero me di cuenta que mis padres los habían botado para evitar que me viera.
Desbaratado ese amor platónico me dio por jugar con los sapos. Pasaba horas y horas buscándolos en los solares abandonados. Un día, mientras trataba de coger uno, vi mi figura reflejada en un charco. Al principio me asusté, pero poco a poco empecé a darle la razón a todo el mundo y serenamente acepté mi desventajosa condición. Al verme como un sapo, quise identificarme con esos animales que antes perseguía y mataba.
Les tuve compasión y a partir de ese día los protegía de los otros niños que los destripaban con enormes piedras. Poco a poco empecé a imitarlos en sus movimientos. Me encogía como ellos, y cuando me iban a maltratar mis compañeros, huía hacia los rincones brincando como un sapo. Esta actitud de batracio me salvó de muchos peligros.
Un día vi un sapo especial. Parecía que una luz le daba la energía para saltar bien alto. No era una luz celestial sino como salida de los más profundo de las entrañas de la tierra. Lo perseguí y cuando estaba a punto de atraparlo saltó a un charco dejándome la luz entre mis manos. Temí quemarme y por eso asustado sacudí mis manos. Un anillo de oro cayó al suelo. Con mucho recelo y tentándolo con una varita como antes lo hacía para molestar a los sapos perdí el temor y lo recogí. Me lo puse en el dedo medio de la mano izquierda. Enseguida el anillo se encogió y fue imposible quitármelo.
A partir de ese día la vida se me iluminó. Nadie más se volvió a burlar de mí. Todo el mundo me trataba con una deferencia poco común. No acostumbrado a ser el centro de las alabanzas sino de los insultos, esta situación me tenía descontrolado. Aunque trataba de buscar la razón de este cambio, no la hallaba por ningún lugar.
Por casualidad una vez vi mi reflejo en el anillo. Fue algo fugaz que me hizo estremecer. Volví a mirar detenidamente y me encontré con un adonis reflejado en el anillo. Una felicidad me invadió. Desde ese momento no paro un solo instante de mirarme en el anillo.
Ahora me llaman creído, arribista y petulante. Cuando me dicen esas cosas, por un momento dejo de contemplar mi deslumbrante belleza y con desprecio levanto mi mano izquierda, encojo los dedos y con solemnidad les muestro el dedo del corazón.

Autora: Silvana Pachón

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